No cabe duda que visitar la localidad que da nombre a un mineral es algo que siempre tiene una connotación especial, y si se trata de una especie tan autóctona como el aragonito, pues miel sobre hojuelas. Es por ello que todos esperábamos impacientes que llegara el momento de partir rumbo a Molina de Aragón.
Esta localidad de Guadalajara, con amplia oferta de alojamientos, incluyendo el hotel mil estrellas que diría un amiguete, se convirtió en el punto de reunión y base de operaciones de todos los socios y amigos que nos dispusimos a pasar un fin de semana por esos lares.
La lejanía del lugar y el esfuerzo que supone para todos el desplazamiento hasta yacimientos tan lejanos, obligaba a contar con un detallado plan de actividades con el fin de aprovechar al máximo nuestra estancia en la zona. Tres eran los yacimientos que pretendíamos conocer, todos ellos considerados “clásicos” dentro de la mineralogía española: Los aragonitos del río Gallo en Molina de Aragón, las minas de Ojos Negros, y la Mina Estrella en la localidad de Pardos.
El sábado a la mañana, comprobado que los fríos amaneceres de Molina de Aragón son un mito, incluso a principios de septiembre, nos dirigimos caminando por la carretera que partiendo de Molina de Aragón discurre paralela al cauce del río Gallo. Aproximadamente a un kilómetro del pueblo empezaron a aparecer los primeros manchones rojos sobre el terreno, inequívoca muestra de la presencia del Keuper.
Se trata de una zona donde durante años aficionados de todos los rincones han obtenido muestras de aragonito, por lo que es muy complicado encontrar ejemplares notables. De hecho los especímenes que conseguimos raramente sobrepasaban los dos centímetros, normalmente sueltos en la tierra arcillosa, aunque ciertamente brillantes en muchos casos.
En la misma orilla del río, y seguramente desprendidos de las zonas superiores, pudimos recoger algunas muestras en matriz de yeso.
Con al menos alguna pieza en cada mochila para poder incorporar esta localidad tipo a nuestras colecciones, volvimos de vuelta al pueblo, ya con el sol pegando de lo lindo. Una pena no habernos informado que encima de nuestras cabezas se encontraba el lugar conocido como Cerro Gorrino, y que ha proporcionado aragonitos más notorios que los que conseguimos en el
río Gallo.
Tras la consiguiente comida, montamos en los coches en busca de la segunda parada del día, la mina Estrella, o mejor dichos sus escombreras, situadas en el término municipal de Pardos (Guadalajara), aunque también se extienden por terrenos del vecino municipio de Herrería. Se trata de una antigua explotación abandonada hace décadas y de la que se extraían minerales de cobre y plata. No obstante, a nivel de coleccionistas es famosa por sus secundarios de cobre (azurita y malaquita) y por otras muchas especies minerales que hacen las delicias de los amantes de los micros.
La subida se realiza por una pista de tierra que nos lleva a lo alto de la sierra donde se encuentra la mina, y que se nos hizo especialmente dura debido al sofocante calor. No era la mejor hora para ir a picar, pero no cabía otro remedio, así que echando mano de las cantimploras y espantando moscas y tábanos por fin alcanzamos la zona señalada, fácilmente identificable por los restos de uno de los edificios auxiliares de la mina.
En los alrededores, se extendían las amplias escombreras de la mina Estrella. Así que tras un breve descanso, a buscar. Buscar, que no encontrar, o al menos en la medida en que habíamos pensado. Ya a primera vista se podía apreciar que el bolo más grande apenas tenía el tamaño de una manzana. Ello se debe a que gran parte de los fragmentos de menor tamaño provenían de algún tipo de tratamiento mecánico (posiblemente machaqueo), para separar los fragmentos ricos en mineral de la ganga. Pero también los bloques grandes se podían ver troceados en el mismo lugar, señal inequívoca de que cientos de martillos y cinceles habían pasado por allí.
Claro que no vamos a hacer cuatrocientos kilómetros para rendirnos a la primera dificultad, así que diseminados por aquí y por allá, poco a poco todo el grupo se puso manos a la obra soñando si no con una pieza de vitrina, sí con la posibilidad de que, ya en casa, la lupa ofreciera alguna inesperada sorpresa. Azuritas, malaquitas, y alguna otra posible “ita” fueron pasando a
las mochilas.
Bajando por la ladera, y dejando las escombreras atrás, nos adentramos en un pinar donde nos esperaba una grata sorpresa paleontológica. En el borde de una pista, en una zona de drenaje de agua, afloraban del terreno los tocones fosilizados de árboles del Carbonífero. Alguno tenía un gran tamaño, y presentaban un buen estado de conservación, hasta el punto de que se
habían preservado incluso sus raíces principales.
Viendo que la cosa no daba para más y que el sol apretaba de lo lindo, optamos por volver a los coches y regresar a Molina de Aragón. Esto último resultó más complicado de lo que parecía a priori, ya que una inoportuna avería mecánica en el vehículo de un compañero nos obligó a solicitar asistencia. Solventada a duras penas la incidencia, volvimos al hotel pensando ya en Ojos Negros, y sobre todo en la cena y el merecido descanso, que la jornada había sido larga.
Y llegó el domingo, día de regreso a nuestra tierra, no sin antes pasar por las inmensas minas de hierro de Ojos Negros, o al menos por una mínima parte de sus imponentes escombreras.
En esta localidad turolense la Compañía Minera Sierra Menera explotó los yacimientos de hierro que abastecían los Alto Hornos de Sagunto, a orillas del Mediterráneo, para lo cual se construyó el ferrocarril de Sierra Menera, hoy una ruta verde de gran interés turístico.
Abandonadas a finales de los ochenta, las oxidadas instalaciones que pudimos ver al pie de la sierra denotaban que en esta comarca cualquier tiempo pasado fue mejor, y en cierta manera nos recordaban las ruinas industriales que hasta hace no mucho se levantaban en muchos de los pueblos y ciudades de Euskadi.
Volviendo al tema exclusivamente mineralógico, tras dejar los coches en las inmediaciones de las antiguas instalaciones mineras, nos dispusimos a inspeccionar las primeras escombreras. Ya a primera vista se veían restos de actividad de otros buscadores, que a juzgar por las marcas en las rocas, se habían ayudado de elementos mecánicos. Nosotros, armados de martillos, cinceles, y mucha moral, nos dispusimos a poner a prueba la dureza de las rocas del lugar, que desde el primer momento dejaron claro que no iba a ser una tarea fácil.
En efecto, por más que nuestra vista se fijara en los cristales de dolomita que asomaban en los imponentes bolos, poco más que contemplarlos se podía hacer. La inexistencia de fisuras complicaba sobremanera la extracción de muestras. No obstante poco a poco fuimos capaces de obtener algunos ejemplares, a lo que contribuyó considerablemente la aparición de una maza de varios kilos. La fatiga de su transporte y uso dieron sus frutos, ya que nuestro previsor compañero se llevó para casa una estupenda dolomita.
Por otra parte, una zona de pizarras justo al lado de los coches reveló otra sorpresa, en este caso paleontológica. Claramente marcados en la negra superficie se apreciaban unos “caminitos” que un socio experto en estos temas enseguida catalogó como graptolites, fósiles de animales invertebrados marinos que habitaron los mares de la tierra hace más de 400
millones de años.
Ya con el sol en todo lo alto, y con la perspectiva de un largo viaje de retorno, decidimos poner fin a la jornada, por lo que tras dar cuenta de los bocatas a la sombra de un viejo lavadero de ropa, pusimos rumbo a nuestros respectivos domicilios.